En la tragedia y en el mito, bacantes es el nombre con que se denomina a las mujeres que, liberadas de las convenciones y temores de la vida cotidiana y entregadas a los instintos más primitivos en montañas y bosques, celebran los ritos en honor de Dioniso (también llamado Baco) con música, cantos y danza, hasta alcanzar el éxtasis y ser poseídas, mientras que las ménades (literalmente, “fuera de sí”) son su reflejo idealizado, bacantes divinas, que dominan a las fieras salvajes, y a las que se representa desnudas o con túnica larga, pieles de pantera, coronadas con hiedra u hojas de roble o de abeto, llevando en sus manos tirsos, antorchas, serpientes o racimos de uvas, tocando la doble flauta o el tamboril y danzando con frenesí. Otro nombre dado a las bacantes es el de tíades.
Dioniso les inspiraba una fuerza tan grande que eran capaces -se decía- de arrancar árboles de cuajo y de matar animales salvajes. Se les atribuía, también llegar al extremo de comer carne cruda de sus víctimas, en una especie de comunión ritual, y Eurípides proporciona un vívido retrato de los efectos de la posesión dionisíaca en una de sus últimas tragedias, a la que ellas dan nombre, Bacantes. Pero a veces se les asocia con aspectos más pacíficos de Dioniso como inventor del vino y se limitan a recoger uvas y preparar la bebida que proporciona el descanso y la felicidad a los fatigados humanos y hace del dios su favorito entre los inmortales.
Dioniso les inspiraba una fuerza tan grande que eran capaces -se decía- de arrancar árboles de cuajo y de matar animales salvajes. Se les atribuía, también llegar al extremo de comer carne cruda de sus víctimas, en una especie de comunión ritual, y Eurípides proporciona un vívido retrato de los efectos de la posesión dionisíaca en una de sus últimas tragedias, a la que ellas dan nombre, Bacantes. Pero a veces se les asocia con aspectos más pacíficos de Dioniso como inventor del vino y se limitan a recoger uvas y preparar la bebida que proporciona el descanso y la felicidad a los fatigados humanos y hace del dios su favorito entre los inmortales.
Escena báquica (Cirene, Libia) |
Dioniso era fruto de los amores de Zeus con una mortal, Semele, a la que el dios fulminó involuntariamente. Para evitar la muerte de la criatura junto con la de la madre, Zeus tuvo que completar la gestación en su propio muslo. Después de nacer (por “segunda vez”), Dioniso fue entregado a Hermes, quien encomendó su cuidado al rey de Orcómeno, Atamante, y a Ino, su esposa. Ambos trataron de evitar que la celosa y vengativa Hera lo reconociera vistiendo al pequeño de niña, pero no sirvió de nada, pues la diosa los volvió locos y mataron a sus propios hijos. Zeus llevó entonces el niño a Nisa, lugar situado muy lejos de Grecia, tal vez en Asia, para que lo criaran unas ninfas del lugar, y lo transformó en cabrito. Ya crecido, Hera lo enloqueció, y anduvo errante por Egipto, Siria y llegó hasta Tracia y la India, de cuya campaña salió triunfante con la colaboración de las ménades. Luego regresó a Grecia coronado con pámpanos o hiedra, en un carro tirado por panteras y acompañado de un tumultuoso cortejo de silenos, sátiros y ménades.
A los pintores de vasos griegos les encantaba representar el cortejo dionisíaco, y los encuentros amorosos de ménades con sátiros o silenos en plena naturaleza, sus danzas, los sacrificios al dios Dioniso o el castigo que infligieron las mujeres poseídas a Orfeo y a Penteo, a los que despedazaron.
La muerte de Penteo (Museo del Louvre) |
La muerte de Orfeo (E. Lévy, 1866) |
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