domingo, 30 de marzo de 2014

¿Viejo por siempre o bello durmiente?

    Que vaya pasando el tiempo sin que se aprecien los años en el físico, es sólo privilegio de los dioses inmortales. Los seres humanos tienen irremisiblemente que envejecer y morir... excepto si consiguen de Zeus el raro privilegio de escapar de su destino. No es nada fácil, y de hecho el muy poderoso dios tuvo que soportar la muerte de Heracles y de los queridos hijos de otras divinidades unidas a mortales. Únicamente Dioniso alcanzó el privilegio de convertirse en inmortal, pese a haber sido concebido por una mujer, Semele.
     En dos ocasiones, sin embargo, el intenso amor de una diosa por su amante tan humano como usted o como yo consiguió lo casi imposible, pero con resultados inesperados.

      Así ocurrió con la enamoradiza Eos, la Aurora de dedos de color de rosa, que cada mañana anticipa la llegada de Helios, su hermano. Sucumbió a la pasión por el troyano Titono, se lo llevó a Etiopía, tuvo dos hijos con él (uno de ellos, Memnón, su favorito) y consiguió de Zeus que le hiciera inmortal, pero olvidó solicitar para él también la juventud eterna. El resultado fue catastrófico: envejeció, sufrió enfermedades, perdió todo atractivo y, según algunas fuentes, gracias a sus súplicas se libró de su vejez convirtiéndose  en una cigarra. Para eso, mejor morir.
     El personaje dio origen a un proverbio, "vejez de Titono", que se aplica a los que son extremadamente viejos.

      Más fortuna tuvo, en cierto modo, Endimión, amado por Selene, hermana de Eos. El deseo que Zeus concedió al joven, a petición de ella, fue dormir para siempre, joven e inmortal. Algunas versiones aseguran que él mismo era hijo de Zeus, otras que fue Selene (o el propio Sueño, enamorado de él) quien lo retiene dormido. En cualquier caso dio lugar a otro proverbio: "sueño de Endimión", a propósito de quienes duermen mucho. 

Selene y Endimión
   
               Y tanto. Aunque en su templo de Heraclea de Latmos no se le ve por ninguna parte.

Heraclea, Santuario de Endimión (Imagen: R. Mariño, CC BY NC ND)



sábado, 8 de marzo de 2014

Mujeres y matrimonio (un largo camino hacia la emancipación)

    Pánope es una esposa cansada de la relación que su marido mantiene con una prostituta del Pireo, y está dispuesta a regresar a casa de su padre para que él denuncie al infiel por su mal comportamiento. Así se lo hace saber en una carta:
    

      De Pánope a Eutibulo:

         Eutibulo, cuando tú me tomaste por esposa yo no era una mujer marginada ni de oscuro origen, sino, por el contrario, el fruto de unos dignos progenitores. Ellos concertaron contigo un compromiso matrimonial de su hija y heredera para la procreación de hijos legítimos. Pero tú, por darle gusto a la vista y haberte entregado a todo género de placeres amorosos, me has deshonrado a mí y a nuestras hijas, y te has enamorado de una extranjera a quien acogió el Pireo para desgracia de sus amantes. Tú, deseando desplazar a codazos a tus rivales, le envías algún objeto de oro, ya que tienes constancia de que eres demasiado maduro para ella y de que estás casado desde hace muchos años, así como de que eres el padre de unas hijas que no son precisamente unas niñas pequeñas.
       Deja de ser un libertino y un mujeriego. En caso contrario, has de saber que me marcharé a casa de mi padre, quien, por supuesto, no me mirará con malos ojos y te denunciará ante la justicia por malos tratos.


Mesembría (Imagen: R. Mariño CC BY NC ND)



          El texto anterior, ficción literaria, es un extracto de una de las Cartas de Alcifrón, pero podría haber correspondido a un caso real: en el siglo II a.C. una mujer podía pedir cuentas al marido por su mal comportamiento conyugal, pero en la Atenas del siglo V a. C.  sólo se conocen tres casos de divorcios instados por esposas, en cuyo caso era necesaria la mediación del padre o de un pariente varón.  Hipareta, la esposa del noble Alcibíades, se hizo famosa por marcharse de casa y pedir el divorcio al magistrado al que debía recurrir, pero el caso terminó cuando él la recondujo a casa a la fuerza sin que nadie lo evitara. En esta época, las mujeres estaban siempre bajo la custodia de un hombre: padre, marido, hijo, pariente varón o tutor. Un padre podía disolver el matrimonio de su hija, ya que lo que se tenía en cuenta a la hora de concertar un matrimonio eran razones de índole política o económica, y no era extraño que los novios se conocieran el día de la boda. Y en las familias poderosas de Atenas, era frecuente el matrimonio entre parientes. Así, todo quedaba en casa.



Metaponto (Imagen: R. Mariño, CC BY NC ND)
         En época helenística, y en algunas ciudades, ya muchos matrimonios se hacían por deseo de ambos contrayentes y era posible que la mujer se divorciara y  que los hijos permanecieran con la madre, aunque el padre debía mantenerlos, ya que era él quien solía quedarse con las propiedades comunes. Una mujer podía incluso hacer constar en el contrato matrimonial la prohibición de traer al hogar una segunda esposa, o una concubina o amante joven, tener hijos con otra mujer, etc. El mundo empezaba a ser distinto, y en ciudades como Esparta había muchas mujeres ricas, aunque en Atenas ellas seguían sin emanciparse legal o económicamente.


    Dos escuelas filosóficas propuganaban la emancipación de la mujer: la epicúrea y la cínica. El ejemplo más notable fue el de la filósofa cínica Hiparquia, la mujer de Crates, que se jactaba públicamente de haber empleado su tiempo en educarse en lugar de trabajar en el telar.


lunes, 3 de marzo de 2014

Perder la cabeza y conocer mundo...

Realmente, el mío es un destino más triste que glorioso. Aunque todos me conozcáis por el lugar de honor que ostento sobre el pecho de Atenea. Aunque mi hijo resulte muy espectacular en las películas. Preferiría seguirme peinando las serpientes.

Yo vivía muy tranquila con mis dos hermanas en el occidente más remoto, cerca del país de las Hespérides, cuando llegó un joven dispuesto a hacerme perder la cabeza, pero no por sus encantos, sino en sentido literal. Venía volando gracias a unas sandalias aladas préstamo de Hermes, invisible por el casco de Hades que llevaba calado, con un zurrón dicen que de piel de perro y una hoz muy afilada. 

Esteno, Euríale y yo estábamos dormidas. El joven aprovechó mi reflejo en un escudo muy pulido que Atenea sujetaba y me cortó la cabeza sin necesidad de enfrentarse a mi mirada, que le habría dejado petrificado. ¿Qué le había hecho yo a éste para que viniera a por mí? ¡Qué simple es para un mortal realizar hazañas con la ayuda de los dioses! ¡Y matar a la única mortal de las tres hermanas Gorgonas, a Medusa!

Mi embarazo concluyó en ese mismo momento. Por mi cuello salieron al mundo Pegaso y Crisaor, los hijos que concebí con el dios Posidón, a quien mi aspecto agradaba mucho (sobre todo antes de que Atenea convirtiera en serpientes mi bella melena). Pegaso aprovechó para irse volando directito hasta el  Olimpo para lo que Zeus mandara; Crisaor venía ya armado con una espada de oro. Mi joven asesino, un tal Perseo, levantó mi cabeza dejando que cayeran al suelo gotas de sangre que poblaron de serpientes las arenas del desierto. Guardó con cuidado la sangre que brotaba de mi vena izquierda porque era un veneno mortal, y la de mi vena derecha porque resucitaba a los muertos, y finalmente metió la cabeza entera en el saco que llevaba. Mis hermanas no pudieron perseguirle, porque era invisible...



Perseo volaba hacia el este, sobre Etiopía, cuando vio en lontananza una bella joven a punto de ser devorada por un monstruo marino. Se enamoró de ella en el acto y consiguió que su padre se la entregara como esposa si le salvaba la vida. Resultó muy fácil librarse del bicho con todas las armas que llevaba, incluída mi cabeza, que seguía petrificando a quien mirara. Así fue como Perseo continuó su viaje en compañía de la joven Andrómeda... y de mi cabeza. Llegamos, al fin, a la isla de Sérifos. Perseo me introdujo en una sala del palacio del tirano Polidectes, que celebraba una fiesta con sus amigos, y me sacó del zurrón. Resultado: unos cuantos hombres más convertidos en piedra. Luego me enteré de que lo había hecho para librar a su madre, Dánae, de convertirse en esposa a la fuerza del malvado Polidectes. 

Yo me temía un nuevo viaje, porque Perseo y familia querían ahora regresar a su patria de origen, a Argos. Si  Dánae y Perseo se encontraban en la isla era porque el padre de Dánae, Acrisio, no quería tener nietos, porque si nacía uno, acabaría muriendo a sus manos. Para evitar la posibilidad de un embarazo, Acrisio encerró a Dánae en una cámara de bronce, pero Zeus se transformó en lluvia de oro y la dejó encinta. Cuando Acrisio se enteró del nacimiento del niño, ordenó que arrojaran al mar a madre e hijo encerrados en un arcón, pero no se ahogaron, sino que llegaron flotando hasta la bella Sérifos, y allí creció el jovencito que decidió ir en busca de mi cabeza, para que su madre no tuviera que aceptar al tirano de la isla como marido.

Me salvé por poco de acompañarlos (ya casi era como de la familia), pues Atenea se quedó con mi cabeza, y unas veces me lleva en el escudo y otras sobre el pecho. Así le resulta aún más fácil paralizar a sus enemigos. Como si no bastara con su grito de guerra ...



Por cierto que me enteré de que al final el abuelo asesino recibió su merecido: pasado un tiempo -y en tierras lejos de Argos- el disco de un atleta se desvió hacia los espectadores, golpeó por azar a uno y lo mandó al otro mundo. El lanzador era Perseo, y el espectador, Acrisio. Nunca llegaron a conocerse.

Imágenes: Rosa Mariño (CC BY NC ND)