miércoles, 24 de junio de 2015

¿A quién nos manda San Juan, a mediodía, en el pozo?

       Fanitsa dijo, como si hablara consigo misma:
      - Se cumplen diez años desde entonces. Diez justo en este momento.
      - ¿Desde cuándo, mi niña? - preguntó su marido.
     - ¿Desde cuándo? - dijo sonriendo-. ¿Quieres que te lo diga, Yanis? Mira, desde el momento en que vi con mis ojos que eras tú lo que me deparaba la suerte, y decidí casarme contigo. Mi difunto padre, que volvía cada noche completamente borracho -Dios lo tenga en su gloria- siempre me repetía el mismo sermón y me amenazaba con que, si no me casaba contigo, mis hermanitos pasarían hambre y él mismo moriría en la cárcel. Pero yo... bueno, era una niña sin seso y no podía ver lo que me deparaba la suerte.
       - ¡Pues tenías razón, Fanitsa!
       - No tenía ninguna razón, Yanis. Pero el señor San Juan me abrió los ojos.
       - Pero ¿cómo, Fanitsa? Nunca me has contado ese asunto.
      - Mira, te lo cuento ahora, Yanis, ahora que somos viejos. Hacía calor, así como hoy, y aquella cabañita que teníamos allí, en la cima de Cupunia - allí era todo desolación, ya sabes- con techo de hojalata daba mucho más calor. Seguro que te acuerdas de ella, antes de que la arreglase mi hermano con esfuerzo, el pobrecillo. Pero de agua, todo lo que quisieras. El nuestro era el pozo más famoso de toda Cupunia. Bueno, aquel día mi tía Caterinita [...] me dice: "Tenéis un pozo. En pleno mediodía nos taparemos con una manta roja y miraremos el agua durante un largo rato. Y veremos quién pasa, a quién nos manda San Juan".
        A mi también me gustó ese asunto. Mi padre nos llamaba locas y mis hermanos tiraban de la manta, pero mi tía los regañaba. Así que allí, al sonar las campanadas, cada una de nosotras vio su destino. Pipina vio un oficial, tal como llegó a ser pronto su marido. Ahora tiene tres o cuatro galones en Tesalónica, donde está.
       - ¿Y tú, Fanitsa?
      - Yo, Yanis, ya te lo he dicho. Te vi lleno de vida, enjuto, con tu barbita, tu cabello blanco, con tu ropa salpicada de cal y con la paleta en la mano. Pasaste, me dirigiste una mirada - lo digo y se me pone la piel de gallina- y desapareciste.
        Esa misma tarde dí el sí. Y mi padre, que en Gloria esté, se divirtió de lo lindo.
       - Gloriado seas, mi señor San Juan- Con razón me decía mi difunta madre: "Hijo mío - me decía- le debes la vida a San Juan. Los médicos te daban por deshauciado y decidimos cristianarte. Trajimos la pila bautismal y a un pope, el primero que vimos delante, precisamente el día de San Juan, y el santo óleo te sanó. Glorifícalo siempre".  [...] Fanitsa, si te decidieras también hoy, como dice el dicho, a taparte con una manta roja y mirar en nuestro pozo -ahora que también nosotros tenemos pozo- ¿a quién verías, eh?
         Fanitsa saltó de su asiento, agitada y rojísima.




¿Por qué enrojece Fanitsa, una treintañera de ojos negrísimos y ardientes, casada con un viudo treinta años mayor que ella, un pobre hombre que dejó los jardines de Naxos por la albañilería en Atenas y vive convencido de que con su joven esposa entró en casa la primavera? ¿A quién vería ahora Fanitsa si se asomara al pozo el día de San Juan?

Como suele suceder, no es oro todo lo que reluce.

Con mis mejores deseos para Penélope Stavrianopúlu.

 A. Travlandonis, Mediodía en el pozo, texto completo aquí.

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