Desde que leí por primera vez en griego y con mayor detenimiento que hasta entonces La Odisea, me ha llamado la atención el hambre de la que con frecuencia se quejaba Odiseo ("dejadme cenar -dice a los feacios- aunque siga afligido, pues no hay nada más perro que el vientre maldito -οὐ γάρ τι στυγερῇ ἐπὶ γαστέρι κύντερον ἄλλο ἔπλετο- que me hace pensar en él por grande que sea mi dolor", Od. VII 216 ss.) y que llevaba a sus compañeros hasta el extremo de matar y devorar las vacas sagradas de Helios, que iban a ser causa de su ruina ("cualquier muerte -dice Euríloco- es odiosa a los pobres humanos, mas nada tan horrible, en verdad, como hallar nuestro fin por el
hambre", Od. XII 340 ss.).
Por eso, cuando los compañeros de Odiseo nos hemos embarcado con él en la ruta de vuelta al hogar, íbamos bien provistos de víveres y poniendo un atento cuidado en que ningún ser viviente nos los arrebatara. Aunque sucumbiéramos un rato a los narcóticos efectos del loto, aunque cayéramos de nuevo en el engaño de Circe y recuperaráramos más tarde nuestra forma humana, de mayor estatura ahora, la comida no se alejaba ni un palmo de nuestras manos.
Hemos presenciado cómo las almas de los difuntos acudían a la llamada de Odiseo y animado a Calipso a que dejara marchar de una vez al triste héroe, cansado de tantos paseos. Finalmente, hemos tenido la suerte de sentarnos a su lado en el banquete en el que por fin se aviene a narrar sus fatigas a quien las quiera escuchar.