He de reconocer, y hablo sólo en primera persona, que al asistir ayer a una representación de Antígona en el marco de unas Jornadas de Teatro Clásico que sigo fielmente año tras año, no esperaba en absoluto experimentar por vez primera en mi vida los efectos que supongo debieron de experimentar los asistentes al Teatro de Dioniso cuando Aristófanes puso en escena sus Ranas, parodiando a Sófocles y a Eurípides, por poner un ejemplo: reír entre lágrimas (y no por los mismos motivos que Homero atribuye a Andrómaca en su despedida de Héctor).
Nada hay más cómico (bien lo sabían los autores de la comedia antigua) que convertir lo trágico en parodia de tragedia, algo que ayer se consiguió con eficacia convirtiendo, en primer lugar, a los severos ancianos de Tebas en personajes de esperpento -o "populares" en el mejor de los casos-, que recitan acompañados de música de fondo, como no creyéndose ni ellos mismos lo que dicen, nada menos que dos de los coros más bellos de toda la tragedia griega (el himno al hombre, el ser más admirable de la creación, versos 332 y ss., y el canto al amor de los versos 781 y ss.); en segundo lugar, presentando una Antígona que hace un alarde de fuerza física más esperable en una espartana de rompe y rasga, como Lampito, y de una actitud con frecuencia más próxima a una bacante furiosa que a una jovencita piadosa para con las leyes de los dioses que acepta la muerte; en tercer lugar, no hace falta mostrar al público el cadáver de Polinices si éste va a tener que salir corriendo de escena cuando le obligue a hacerlo un cambio de papel, o forzar al rey Creonte a levantar en alto un cadáver que tiene que colaborar apoyando su brazo en el suelo para no caerse en mitad de la subida; o que parte del público confunda los espíritus de los difuntos con otro tipo de seres a los que nos tiene más acostumbrados la televisión: los zombies o muertos vivientes, que van además amontonándose en un espacio muy pequeño que es, suponemos, la cueva donde van a encerrar a Antígona con sus familiares difuntos... El río de sangre del suicidio de Eurídice deja ya sin palabras.
Entiendo que es muy difícil representar tragedia, y que en especial los coros, que eran a veces complicadísimos de entender para los espectadores ya en los propios tiempos en que fueron escritos, resultan un estorbo. Eliminarlos me parece más honrado que banalizarlos. No sería la primera vez que se hiciera, y no pasa nada; tal vez así se mantendría la tensión trágica, dramática, a lo largo de la obra, evitando sainetes intercalados que hacen perder el hilo y recordar la escena de las Grayas-brujas de la película Furia de Titanes (Desmond Davies, 1980).
En cuanto a la escenografía, los tres espacios (palacio/ciudad o tumba/espacio exterior donde yace insepulto Polinices) están resueltos con gran economía de medios, y debe ser difícil para los actores evitar caídas en las escalerillas.
Estábamos situados en la planta alta, allí arriba, el gallinero. Tal vez el problema es que desde las alturas todo se ve de otra manera, como debe de ocurrirles a los dioses con los humildes mortales...